martes, 19 de agosto de 2014

Llegó tan entusiasmado a la casa que de inmediato  comenzó a buscar por todas partes un rosario que  se colgó al cuello, una medalla con la efigie de un santo que guardó en un bolsillo y un azabache que escondió baja la almohada. Comenzó a sentirse mejor, dormía más tranquilo, no obstante consiguió pezuñas, colmillos, quijadas y hasta piel de animales que acomodó en el cuarto junto a su cama. Una tarde, en una ceremonia singular, hizo una hoguera donde quemó laurel, sándalo, hinojo, cera de velas que habían alumbrado las noches de un jueves y viernes  Santos, y, al final, excrementos  secos de varios animales.

¡Por fin se sentía bien! Llegaba la paz, reía a menudo, tarareaba viejas canciones, bromeaba con Elena. Tomados de la mano, salían por los alrededores  de aquel paraje tranquilo, apacible y acogedor que rodeaba la mansión. Un día,  Marlon acopió todos los resguardos y los botó a la basura, menos  el rosario que siempre colgaba de su cuello.

Todo parecía volver a la normalidad hasta aquella fatídica tarde en que Elena llegó con su sobrina quien traía  su bebé en brazos; Elena lo tomó en los suyos y se lo entregó sonriente; en ese momento Marlon tuvo dudas, temores, pero cargó el niño que de pronto comenzó a gemir, sollozar hasta que terminó chillando, inconteniblemente, nada logró calmarlo, cuando ya casi lo lograban la madre y su tía, él se acercó levemente y  el pequeño irrumpió de nuevo en un llanto desconsolado. Aquella tarde Marlon no dijo nada, vagaba por la casa como errante de sí mismo y a partir de ahí cayó en una melancolía extrema. Ya no era sólo los sueños y pesadillas: de día y despierto escuchaba crujir los muebles, traquetear las ventanas, golpes en las puertas y  aquella  mirada perenne que no le abandonaba nunca; le parecía que todos le huían o miraban con recelo; comenzó a tener palpitaciones, falta de aire y mareos momentáneos. Elena trata por todos los medios de entretenerlo, de estimularlo, pero todo era inútil.

Fue aquella tarde tormentosa, en que su mujer había salido a buscar víveres, cuando todos los ruidos formaron un concierto fatídico, y en la puerta principal se  comenzaron  a escucharse golpes rítmicos que no  paraban. Elena le había dicho que no abriera la puerta aunque tocaran ¡No te acerques a ella! Le aconsejó enfática,   pero él  no podía resistir aquella tentación, aquel  raro impulso que lo acercaba  cada vez más hasta que puso la mano en el pasador y tiro fuerte. Dos enormes sapos saltaron hacia dentro  y Marlon quedó horrorizado  ante aquellos  cirios negros encendidos sobre cruces de igual color sembradas entre decenas de pequeños ataúdes embadurnados de grasa requemada  sobre conejos y gallinas degollados. Sintió un fuerte dolor en el pecho,  comenzó a convulsionar, cayó al suelo, trató de arrastrarse hacia dentro y quedó inmóvil.


La lluvia golpeaba el ataúd, los sepultureros lo  bajaban solemnemente mojados. Elena, estática, dejaba correr el agua por todo el cuerpo, sin abrir el paragua que sostenía cerrado en la mano; dio la propina a los trabajadores y regresó a la casa. Tras de sí fue dejando cada  pieza de ropa hasta llegar al baño donde durante largo tiempo dejó caer el agua caliente sobre el cuerpo aún frío por la lluvia. Se secó lentamente, fue a la cómoda, sacó de una gaveta un blúmer negro, lo observó y lentamente se lo puso, tomo una bata de dormir también negra, traslúcida y la dejó caer sobre los bellos hombros; volvió a meter la mano y extrajo una pequeña muñeca de trapo atravesada por muchos alfileres, caminó con ella hasta el baño, la lanzó en la taza, tiró del resorte, mientras escuchaba unos rítmicos toques en la puerta.

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