Llegó tan entusiasmado a la casa que de inmediato
comenzó a buscar por todas partes un rosario que se colgó al cuello, una
medalla con la efigie de un santo que guardó en un bolsillo y un azabache que
escondió baja la almohada. Comenzó a sentirse mejor, dormía más tranquilo, no
obstante consiguió pezuñas, colmillos, quijadas y hasta piel de animales que
acomodó en el cuarto junto a su cama. Una tarde, en una ceremonia singular, hizo
una hoguera donde quemó laurel, sándalo, hinojo, cera de velas que habían
alumbrado las noches de un jueves y viernes Santos, y, al final,
excrementos secos de varios animales.
¡Por fin se sentía bien! Llegaba la paz, reía a menudo,
tarareaba viejas canciones, bromeaba con Elena. Tomados de la mano, salían por
los alrededores de aquel paraje tranquilo, apacible y acogedor que
rodeaba la mansión. Un día, Marlon acopió todos los resguardos y los botó
a la basura, menos el rosario que siempre colgaba de su cuello.
Todo parecía volver a la normalidad hasta aquella fatídica
tarde en que Elena llegó con su sobrina quien traía su bebé en brazos;
Elena lo tomó en los suyos y se lo entregó sonriente; en ese momento Marlon
tuvo dudas, temores, pero cargó el niño que de pronto comenzó a gemir, sollozar
hasta que terminó chillando, inconteniblemente, nada logró calmarlo, cuando ya
casi lo lograban la madre y su tía, él se acercó levemente y el pequeño
irrumpió de nuevo en un llanto desconsolado. Aquella tarde Marlon no dijo nada,
vagaba por la casa como errante de sí mismo y a partir de ahí cayó en una
melancolía extrema. Ya no era sólo los sueños y pesadillas: de día y despierto
escuchaba crujir los muebles, traquetear las ventanas, golpes en las puertas y aquella
mirada perenne que no le abandonaba nunca; le parecía que todos le huían
o miraban con recelo; comenzó a tener palpitaciones, falta de aire y mareos
momentáneos. Elena trata por todos los medios de entretenerlo, de estimularlo,
pero todo era inútil.
Fue aquella tarde tormentosa, en que su mujer había salido a
buscar víveres, cuando todos los ruidos formaron un concierto fatídico, y en la
puerta principal se comenzaron a escucharse golpes rítmicos que no
paraban. Elena le había dicho que no abriera la puerta aunque tocaran ¡No
te acerques a ella! Le aconsejó enfática, pero él no podía
resistir aquella tentación, aquel raro impulso que lo acercaba cada
vez más hasta que puso la mano en el pasador y tiro fuerte. Dos enormes sapos
saltaron hacia dentro y Marlon quedó horrorizado ante
aquellos cirios negros encendidos sobre cruces de igual color sembradas
entre decenas de pequeños ataúdes embadurnados de grasa requemada sobre
conejos y gallinas degollados. Sintió un fuerte dolor en el pecho,
comenzó a convulsionar, cayó al suelo, trató de arrastrarse hacia dentro
y quedó inmóvil.
La lluvia golpeaba el ataúd, los sepultureros lo
bajaban solemnemente mojados. Elena, estática, dejaba correr el agua por todo
el cuerpo, sin abrir el paragua que sostenía cerrado en la mano; dio la propina
a los trabajadores y regresó a la casa. Tras de sí fue dejando cada pieza
de ropa hasta llegar al baño donde durante largo tiempo dejó caer el agua
caliente sobre el cuerpo aún frío por la lluvia. Se secó lentamente, fue a la
cómoda, sacó de una gaveta un blúmer negro, lo observó y lentamente se lo puso,
tomo una bata de dormir también negra, traslúcida y la dejó caer sobre los
bellos hombros; volvió a meter la mano y extrajo una pequeña muñeca de trapo
atravesada por muchos alfileres, caminó con ella hasta el baño, la lanzó en la
taza, tiró del resorte, mientras escuchaba unos rítmicos toques en la puerta.
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