El
juramento que se suele hacer de “hasta que la muerte nos separe”, no tuvo lugar
en los sentimientos de José Vicente que vestido de negro, sombrero en mano,
visitaba diariamente su tumba en el cementerio de Colón. Todo ello precedido
por una hermosa ceremonia: tocaba la segunda aldaba de la parte derecha del
sepulcro para despertar a su amada, luego hablaba de sus éxitos y pesares en el
diario vivir y se rumora que le pedía consejo y ayuda, mientras le colocaba un
ramo de flores.
Como
si se hubiera parado de la mesa, después de desayunar juntos, el enamorado
esposo, daba un rodeo alrededor del túmulo, y para partir nunca le daba la
espalda como su señal de respeto y veneración y a distancia encaminaba con
pasos lentos su salida hacia el mundo real, en el cual, por cierto, sus
negocios cada vez mejoraban más.
Esta actitud de él, no iba a
pasar inadvertida para los que por alguna circunstancia, iban al camposanto.
¿Por qué esa extraña manera de actuar de aquel hombre? ¿Qué extraño poder
tendría esa mujer que no sólo tendría la fidelidad infinita de aquel sujeto
sino que además lo premiaba con éxitos en su vida personal?
En el 1909, le mandó a hacer
una estatua en que la dama aparecía con un niño en su regazo, lo que dio pie
para que comenzará a tejerse una historia que el tiempo acrecentaría, junto al
aumento de los que visitaban la tumba e imitaban todos los gestos de José
Vicente. La leyenda de que cuando la inhumaron estaba sin corromperse ella y el
fruto de su amor, que al enterrarla lo habían puesto a sus pies, ahora aparecía
durmiendo sobre su pecho.
El viudo desde el principio
no estuvo de acuerdo en compartir este amor que había vencido a la muerte y se
quejó a las autoridades del Cementerio.
Pero, ¿Qué se puede hacer cuando hombres y mujeres hacen suya una creencia, no
importa que vaya en contra de la más elemental lógica?
A José Vicente tuvo que compartir la devoción
que sentía por Amelia con los cientos que visitaban la tumba, los que en señal
de respeto esperaban a su partida de cada mañana ante la tumba, para no
interrumpir los sueños que ambos compartían más allá del sepulcro.
El eterno enamorado fue a
reunirse con su amada cuando falleció, sin haberse vuelto a casar, en 1941.
Su figura se haría borrosa con
el tiempo hasta desaparecer y sólo quedaría de él sus toques a la aldaba de la
tumba, las confesiones a ella en busca de ayuda y consuelo, el rodeo a su alrededor, la ofrenda de flores
y dinero.
Sin embargo, de alguna
manera, en otras manos y otras flores, José Vicente se ha multiplicado en un
ritual que dura hasta estos primeros catorce años del siglo XXI. (Fuentes varios trabajos publicados en revistas,Cubarte e Internet)
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