jueves, 31 de julio de 2014

El juramento que se suele hacer de “hasta que la muerte nos separe”, no tuvo lugar en los sentimientos de José Vicente que vestido de negro, sombrero en mano, visitaba diariamente su tumba en el cementerio de Colón. Todo ello precedido por una hermosa ceremonia: tocaba la segunda aldaba de la parte derecha del sepulcro para despertar a su amada, luego hablaba de sus éxitos y pesares en el diario vivir y se rumora que le pedía consejo y ayuda, mientras le colocaba un ramo de flores.

Como si se hubiera parado de la mesa, después de desayunar juntos, el enamorado esposo, daba un rodeo alrededor del túmulo, y para partir nunca le daba la espalda como su señal de respeto y veneración y a distancia encaminaba con pasos lentos su salida hacia el mundo real, en el cual, por cierto, sus negocios cada vez mejoraban más.   

Esta actitud de él, no iba a pasar inadvertida para los que por alguna circunstancia, iban al camposanto. ¿Por qué esa extraña manera de actuar de aquel hombre? ¿Qué extraño poder tendría esa mujer que no sólo tendría la fidelidad infinita de aquel sujeto sino que además lo premiaba con éxitos en su vida personal?

En el 1909, le mandó a hacer una estatua en que la dama aparecía con un niño en su regazo, lo que dio pie para que comenzará a tejerse una historia que el tiempo acrecentaría, junto al aumento de los que visitaban la tumba e imitaban todos los gestos de José Vicente. La leyenda de que cuando la inhumaron estaba sin corromperse ella y el fruto de su amor, que al enterrarla lo habían puesto a sus pies, ahora aparecía durmiendo sobre su pecho.

El viudo desde el principio no estuvo de acuerdo en compartir este amor que había vencido a la muerte y se quejó a las autoridades  del Cementerio. Pero, ¿Qué se puede hacer cuando hombres y mujeres hacen suya una creencia, no importa que vaya en contra de la más elemental lógica?  

 A José Vicente tuvo que compartir la devoción que sentía por Amelia con los cientos que visitaban la tumba, los que en señal de respeto esperaban a su partida de cada mañana ante la tumba, para no interrumpir los sueños que ambos compartían más allá del sepulcro.

El eterno enamorado fue a reunirse con su amada cuando falleció, sin haberse vuelto a casar, en 1941.

Su figura se haría borrosa con el tiempo hasta desaparecer y sólo quedaría de él sus toques a la aldaba de la tumba, las confesiones a ella en busca de ayuda y consuelo,  el rodeo a su alrededor, la ofrenda de flores y dinero.

Sin embargo, de alguna manera, en otras manos y otras flores, José Vicente se ha multiplicado en un ritual que dura hasta estos primeros catorce años del siglo XXI. (Fuentes varios trabajos publicados en revistas,Cubarte e Internet) 
La imaginería popular cubana ha dado la santidad a Amelia Goiry, conocida popularmente por La Milagrosa, y cuya tumba en el cementerio de Colón, es visitada por cientos de creyentes cada año.

En su último lugar de descanso  siempre hay flores frescas que le traen sus fieles, junto a cartas de agradecimiento por los favores recibidos que van desde el regreso a la casa del cónyuge, de la cura de una enfermedad, de la visa para ir a visitar a un familiar en el exterior y cuántas necesidades satisfechas de distintas índoles.

¿Quién fue esta mujer  y cómo se formó esta leyenda hecha profunda creencia dentro del pueblo cubano de San Antonio a Maisí y que incluye desde el más humilde obrero hasta el profesional más destacado?

La vida de Amelia Goyri, nacida en La Habana en 1879, se inscribe dentro de las mejores páginas del romanticismo. Se dice que desde muy temprana edad, algunos afirman que desde los siete años, sintió inclinación por su primo José Vicente. Los padres de Amelia se negaron a formalizar esa relación pues, como se decía entonces, aspiraban a que el marido de su hija fuera un hombre de mayor solvencia económica.    
    
Sin embargo, aprovechando cualquier oportunidad que se le presentaban o quizás por medio de cartas, los jóvenes no cejaron en su idilio.

A la edad de 13 años, Amelia sufrió la muerte de su madre, y su padre, para no dejarla sola en la casa, decidió llevarla para la mansión de doña Inés, tía de la muchacha y casada con el español don Pedro de Balboa, Marqués de Balboa.

A esto se unió la partida de José Vicente hacia los campos de batalla para luchar por la independencia de Cuba de la dominación colonial española.

 La admonición del progenitor era clara y precisa: ojo vigilante sobre la chica, nada de salidas irregulares y si consagración y estudio como correspondía a “una joven decente y educada” de aquellos tiempos. Creyó el buen señor que en ese otro hogar, la  adolescente pasión se perdería entre los amplios corredores de aquella casona situada en Egido, entre Apodaca y Gloria, conocida como el Palacio de Balboa (1). En realidad, en cada momento libre o cuando ponía la cabeza sobre la almohada, Amelia  sólo tres pensamientos venían a su mente: el recuerdo de la madre fallecida, añorar regreso de su amado vivo y sano delos campos de batalla y poderse unirse a él con la bendición familiar.   
       
 Con el grado de capitán, regresó José Vicente a la capital, más maduro, más hecho pero cada día tomando mayor altura el amor que sentía por Amelia. A lo que se sumó que ya habían fallecido tanto el padre de Amelia así como el Marqués de Balboa.

Los enamorados en toda época son atrevidos por lo que José Vicente visitó a Doña Inés, le habló de la pureza de sus sentimientos y la tía no tuvo reparos en aprobar esa relación.  

Primero fueron años de noviazgo, luego los esponsales. La felicidad merecida parecía tocar a su puerta pero el destino tejía una historia diferente: Amelia moría al año siguiente en la sala de parto junto a su criatura. Contaba con 24 años de edad.  
En la antigua Grecia, Sócrates fue famoso por su sabiduría y por el gran respeto que profesaba a todos.

Un día, un conocido se encontró con el gran filósofo y le dijo:

- ¿Sabes lo que escuché acerca de un amigo tuyo?

- Espera un minuto, replicó Sócrates. Antes de decirme nada, quisiera que pasaras un pequeño examen. Yo lo llamo el examen del triple filtro.

- ¿Triple filtro? , preguntó el otro.

- Correcto, continuó Sócrates. Antes de que me hables sobre mi amigo, puede ser una buena idea filtrar tres veces lo que vas a decir.

El primer filtro es el de la VERDAD.
¿Estás absolutamente seguro de que lo que vas a decirme es cierto?

- No, dijo el hombre, realmente sólo escuche sobre eso y...
- Bien, dijo Sócrates, entonces realmente no sabes si es cierto o no.

- Ahora permíteme aplicar el segundo filtro, el filtro de la BONDAD.
¿Es algo bueno lo que vas a decirme de mi amigo?

- No, por el contrario, yo…
- Entonces, deseas decirme algo malo de él, pero no estás seguro de que sea cierto.

- Pero aún podría querer escucharlo porque queda un filtro, el filtro de la UTILIDAD.
¿Me servirá de algo saber lo que vas a decirme de mi amigo?

- Bueno, la verdad que no.

- Bien, concluyó Sócrates. Si lo que deseas decirme ni es cierto, ni bueno e incluso no me es útil... ¿para que querría yo saberlo?

Usa este triple filtro cada vez que oigas comentarios sobre alguno de tus amigos cercanos y queridos.

La amistad es algo invaluable. Nunca pierdas a un amigo por algún malentendido o comentario sin fundamento.

"Ser sincero no es decir todo lo que se piensa; es no decir nunca lo contrario de lo que se piensa."
INTRODUCCIÓN

Este es un preámbulo de lo que será un sitio para dar a conocer máximas para la vida, de pensadores de todos los tiempos, conocidos uno, dados a conocer otros, pero todo llenos de esa profundidad que nos lleva dela mano a la reflexión, tanto para los que apenas comienzan el camino de la vida como aquellos que a pesar de haber recorrido un largo trecho como nosotros podemos ser sorprendido por la sabiduría encerrada en unas pocas líneas.

Y como el sitio es nuestro, aunque sus puertas están abiertas a todos, que mejor que esta introducción de máximas sobre la vejez, encabezada por una ilustración con un pensamiento de Cicerón sobre el tema.  

1. El secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad.
2. ¡Envejece conmigo! Lo mejor está aún por llegar.
3.  Envejecer es como escalar una gran montaña: mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena.
 4. Los primeros cuarenta años de vida nos dan el texto; los treinta siguientes, el comentario.
 5. Los viejos desconfían de la juventud porque han sido jóvenes.
6. Cuando me dicen que soy demasiado viejo para hacer una cosa, procuro hacerla enseguida.
7. El arte de envejecer es el arte de conservar alguna esperanza.
8. La vejez es un tirano que prohíbe, bajo pena de muerte, todos los placeres de la juventud.
9. A los viejos les gusta dar buenos consejos, para consolarse de no poder dar malos ejemplos.
Las arrugas del espíritu nos hacen más viejos que las de la cara.
 10. Envejecer es todavía el único medio que se ha encontrado para vivir mucho tiempo.
 11. Nadie es tan viejo que no pueda vivir un año más, ni tan mozo que hoy no pudiese morir.
12. Todos deseamos llegar a viejos; y todos negamos que hemos llegado.
 13. Si quieres ser viejo mucho tiempo, hazte viejo pronto.
14. Cuando uno se hace viejo, gusta más releer que leer.
15. En la boca del viejo todo lo bueno fue, y todo lo malo es.
16. Nada nos envejece tanto como la muerte de aquellos que conocimos durante la infancia.